El día del orgullo gay
Recientemente hemos presenciado por las calles de España una especie de fiesta reivindicativa a la que sus mismos promotores le han dado el exitoso nombre de “Día del orgullo gay”. Es sabido que la palabra “orgullo” tiene en español un significado ambiguo: por un lado, el término es sinónimo de “soberbia”, “vanidad”, “altanería” y designaría uno de los siete pecados capitales de la tradición cristiana. Los que estén familiarizados con la cultura clásica reconocerán en este concepto a la hybris, el crimen más grave en la mitología griega, que curiosamente viene a coincidir con el que aparece al mismo inicio del Génesis: tanto el pecado de Luzbel como el de Adán en el paraíso consistieron básicamente en un “orgullo” desmesurado, al pretender ser como Dios.
No piense el lector, sin embargo, que pretendemos con ello satanizar el “orgullo gay” en su conjunto, porque el vocablo “orgullo”, por otro lado, puede significar también el “sentimiento de satisfacción hacia algo propio o cercano a uno que se considera meritorio”, como dice el diccionario. En este sentido más positivo, todos podemos decir legítimamente que nos sentimos “orgullosos” de muchas circunstancias de nuestra vida, algunas de las cuales son más “meritorias” que otras: el haber conseguido determinadas metas laborales o profesionales, haber nacido en España o en Andalucía, tener tal o cual virtud física o moral, ser de tal o cual equipo, tener hijos buenos o listos, o poseer un coche último modelo. Hay muchos “orgullos” que son más o menos razonables, y seguramente podríamos definir en gran medida la calidad de una persona fijándonos en cuáles son las cosas que le producen un orgullo más profundo y satisfactorio. Sin embargo, es verdad también que hay un refrán español que dice: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, señalando muy agudamente que el sentimiento de orgullo a menudo supone la racionalización de un complejo de inferioridad. Así, por ejemplo, tenemos el típico caso de personas acomplejadas por su baja cuna social que sin embargo alardean de su gran finura y de la calidad de sus contactos sociales. Efectivamente, la mente humana es muy compleja y esto del “orgullo” es un sentimiento ambivalente.
Yo, que soy una persona ajena al mundo de la ideología de género y al mundo LGTB, puedo hacer el esfuerzo de tratar de comprender el mensaje que se quiere transmitir con la expresión “orgullo gay”. Sencillamente, se trataría de un colectivo de personas tradicionalmente marginadas, silenciadas e incluso perseguidas que reclaman ahora su derecho a existir y a mostrarse en público tal como son. En una sociedad abierta y libre como es esta en la que vivimos, todas las opciones que no limiten los derechos de terceros son admisibles y, aunque uno no comparta sus reivindicaciones, podría entender el sentido de la movilización. Lo que me parece criticable son las formas, porque considero que estas son reveladoras de lo que hay en el fondo.
Desde mi modesto punto de vista, entiendo que la expresión “orgullo” relacionada con la opción sexual es tan errónea como lo sería la expresión “orgullo machote” u “orgullo femenino”, que serían vistos, con razón, como alardes sexistas más bien indicativos de cierta inseguridad. Igualmente me parece fuera de lugar toda la chabacanería que rodea la fiesta, el convertir este día de reivindicación en una exhibición carnavalesca con ribetes porno, con individuos semidesnudos, haciendo gestos obscenos y groseros, para colmo muy agresivos contra una religión determinada. Se dirá que esa religión ha sido la culpable histórica de la situación de postración del colectivo, pero reconocerán también que su papel coercitivo en contra del mismo es hoy más bien escaso. Esa actitud rencorosa contra la Iglesia es especialmente llamativa frente a la general indiferencia que estos activistas muestran con respecto a otra religión, mucho más cercana de lo que parece, que ahorca o defenestra a los homosexuales, aunque no se encontrará la menor alusión a la misma en tan combativas manifestaciones. Todo da la impresión de sobre-actuación, de desmesura absoluta, de arrogancia contra el que discrepa y de cobardía ante quien se teme. Sinceramente, si lo que pretenden es que todos visualicemos la homosexualidad para normalizarla, no parece lógico hacerlo desde esos parámetros tan agresivos, provocadores y, en definitiva, estrafalarios. A no ser que los activistas entiendan que todos los homosexuales son realmente así, como se muestran ese día, cosa que me niego a creer.
En una sociedad abierta, las personas partidarias de este movimiento “homosexualista” (en el sentido en que lo emplean Pío Moa y Fernando Paz) deberían ser capaces de encajar las críticas fundamentadas y respetuosas que los demás les podemos hacer. En una democracia se critican a los partidos, a los sindicatos, a las confesiones religiosas, a las ideologías e incluso a las personas, de manera que nos parece un tic totalitario pretender acallar cualquier crítica mediante el empleo del calificativo de “homófobo”, como estoy seguro que me llamarán a mí después de este artículo. No es muy democrático tratar de silenciar al disidente con meras etiquetas descalificadoras y con palabras-policía que lo que pretenden es reprimir ideas que no se quieren ni oír. Precisamente hoy los partidos de todo el espectro, del PP a Podemos, apoya unánimemente la ideología hasta el punto de que su bandera ondea en las instituciones y en los espacios públicos como si todos tuviéramos el deber de compartirla. Se diría que el movimiento tiene una infinita sed de legitimidad, de ser aprobado por todos por las buenas o por las malas, lo que en el fondo nos parece una actitud indicativa de una gran debilidad.
El éxito tan aplastante de la reivindicación gay, en el fondo, se deconstruye, pues se basa en la imposición forzada y coercitiva de una “normalidad” a la que muy pocos se atreven a contestar por el miedo a ser descalificados como unos homófobos fascistas. Una nueva Inquisición está en marcha.