La estafa del «derecho a decidir»
El filósofo Platón, hace veinticinco siglos, determinó de manera contundente que el hablar sin propiedad no solo es un mal en sí mismo, sino que además produce mal en las almas. Lo que a primera vista puede parecer una exageración, propia de un profesor de Lengua algo puntilloso, se revela como mecanismo seguro para detectar a quienes nos pretenden dar gato por liebre. En efecto, una regla de experiencia casi infalible dictamina que cada vez que alguien, en vez de razonar de forma lógica, se dedica a utilizar eufemismos, perífrasis y consideraciones no pertinentes al caso, lo que pretende es solo enmascarar un proyecto que no se atreve a presentar a cara descubierta.
Un afortunado hallazgo de la moderna sofística reside en la expresión “derecho a decidir”, que básicamente consiste en acogerse a la libertad de elección, que en principio asiste a toda persona, para determinar su conducta. En efecto, todo el mundo tiene derecho a tomar sus propias decisiones, ¿quién puede estar contra ese elemental principio? Pero habría que añadir la no menos evidente consideración de que esta libertad para decidir está limitada por los derechos de terceras personas.
En este contexto, estar por el “derecho a decidir” es una manera tan neutra de presentar ciertos dilemas morales que parece que el que se opone a ese supuesto “derecho” solo puede ser un extremista o un retrógrado. En el ámbito del aborto, “dejar que sean las mujeres las que decidan lo que hacen con su cuerpo” es un planteamiento aparentemente sensato, de esos que tanto le gustan a Rajoy, pero que ningunea a la víctima, al bebé nonato, como si este fuera solo una cosa, un grano, una verruga, un ser inerte que, por alguna razón incomprensible, ha aparecido en plan “okupa” en el vientre de la señora. Y es que cada vez que los abortistas mencionan expresamente al nasciturus para negar su categoría humana cometen un fallo estratégico, ya que entran en el terreno de lo que se discute, el que menos les interesa, y en el que bordean el ridículo, como cuando la ministra Aído pronunció su estremecedora sentencia de que el feto “era un ser vivo, pero no un ser humano”. Para evitar ese debate, que es el real (y en el que nos gustaría escuchar las razones que les asisten para estar en contra de la dignidad humana del concebido y no nacido) los partidarios del asesinato prenatal se erigen en extemporáneos defensores de las mujeres, a las que presentan como víctimas atávicas a las cuales no se les permite ni siquiera disponer de su cuerpo. Sin embargo, parece evidente que disponer del propio cuerpo no puede significar licencia para matar, aunque la persona eliminada sea de tamaño minúsculo y no se le vea bien la cara.
Como eso de “derecho a abortar libremente” todavía suena un poco mal, se habla de “derecho a decidir”, tratando de llevar al asunto al terreno de la autonomía personal de quien elige, por ejemplo, el color de los zapatos. Porque, efectivamente, ¿quién puede ser tan facha como para negar a una mujer el derecho a elegir ser o no madre? El lenguaje se pervierte cuando se utilizan argumentos capciosos que no son pertinentes a lo que se discute: “Los cristianos no debemos imponer nuestras ideas” (como si esta fuera una cuestión confesional) o “lo que pretendemos es criminalizar a las mujeres” (como si nos animara un puro prejuicio machista) o “lo que se pretende es volver al pasado” (como si todo lo antiguo tuviera que ser forzosamente peor que lo presente). Los éxitos de semejantes sofismas, incluso en gente que dice estar personalmente en contra del aborto, son muy evidentes, hasta el punto de haber convencido a un partido que tenía mayoría absoluta y que llevaba en su programa electoral cambiar la necrófila ley vigente, con el absurdo pretexto de que “no hay consenso”. Uno no puede menos que acordarse de Jean François Revel, que decía que de todas las fuerzas que dirigen este mundo la más poderosa es la mentira.
La misma expresión, “derecho a decidir”, es continuamente utilizada por los incombustibles pelmazos de la cosa patriótica catalana para justificar la fechoría de pretender romper cinco siglos de vida en común, sobre la base de ficticios y gravísimos agravios seculares. Pero ya se sabe que la falsificación del pasado es el peaje necesario para poder tergiversar impunemente el presente y tener así vía libre para manipular el futuro, que es realmente de lo que se trata. Cualquiera que sepa un poco de historia y no esté abducido por los embustes secesionistas sabe que el nacionalismo catalán fue un invento de un tal Prat de la Riba, allá por 1898, en plena depresión nacional tras la Guerra de Cuba. Prat convirtió en proyecto político, un regionalismo que ni era separatista ni tampoco se remonta más allá de 1850, ayer como quien dice, sobre todo para quienes están tan obsesionados por encontrar sus raíces ancestrales. Solo sobre la base de la patológica historia de nuestro país durante los últimos 120 años se puede entender que semejante majadería haya alcanzado los niveles de seducción colectiva que hoy presenta, incluso en tipos que se apellidan Montilla y que nacieron a novecientos kilómetros de Barcelona.
Ellos le llaman “derecho a decidir” ninguneando al resto de los españoles que habitamos esta casa común multisecular. Una casa común que tanto sus padres como los nuestros contribuyeron a construir y que ellos pretenden destruir ahora dando por sentada la misma premisa que ellos pretenden “democráticamente” cuestionar, a saber: que Cataluña es “una unidad de destino en lo universal” con derecho a auto-determinarse. Los mismos que le negarán el “derecho a decidir” a la provincia de Tarragona, al Valle de Arán, al municipio de Hospitalet o al barrio de Sarriá, se presentan como víctimas de un Estado opresor que lleva siglos tratando de destruir su identidad. Que el territorio catalán haya sido objeto de inversiones privilegiadas por el Estado en los dos últimos siglos es, al fin y al cabo, una minucia sin importancia para ellos.
Se trata de un voluntarismo basado solo en “sentimientos” (en concreto, un complejo de superioridad), un voluntarismo que no tiene límites éticos ni respeta la verdad de los hechos, un voluntarismo que ignora los derechos de terceros es una fuente de calamidades, aunque se encubra bajo la bonita y capciosa etiqueta del “derecho a decidir”.