La legalidad democrática debe imponerse en el caso del independentismo

Editorial

En nada se antoja sospechoso Antonio Machado, ni en su ejemplar vida, ni cuando clarividente en frase lapidaria sentenciaba: “De aquellas personas que dicen ser gallegos, madrileños, vascos, catalanes antes que españoles, desconfiad siempre y sin duda”. Mirado con la perspectiva del tiempo, queda a las claras no sólo que no erraba, sino que hay una parte de población que históricamente y desde algunas regiones de nuestra geografía nacional, más a fuerza de infundados sentimientos y estimulación del odio y la diferencia que de razones objetivas, se halla más implicado en una pulsión destructiva que de colaboración con un proyecto común que nos hace mejores y más fuertes.

La frase cobra plena actualidad en estos momentos de cerrazón aldeana, egoísmo insolidario e insana sensación de superioridad -cercana a la xenofobia- que nos traen los vientos desde Cataluña, alimentados por el efecto de la crisis, y por una clase política que no da la talla, más movida por intereses ajenos a la dimensión colectiva a la que se deben. Nos hallamos de este modo ante un sarampión en forma de desafío, de una zona de España que habiendo virado desde la posición que tuvo de faro cultural, europeísta y de prosperidad a una postura excluyente, de flagrante ilegalidad, antidemocrática, y retrógrada a extremo tercermundista.

Años de cultivo de políticas supremacistas, con permisividad tácita o manifiesta del Estado bajo la pretensión del mantenimiento de una convivencia que para los dirigentes autonómicos significaba imposición. De modo que al final, hinchando el globo de un independentismo y redundante en un gran error, no exento de avisos de alarma desde todo el mundo civilizado, el daño amenaza con convertirse en una brecha social, tanto dentro de Cataluña como con el resto de España, de difícil sutura con heridas difíciles de sanar.

No se entiende tanta pasividad de los sucesivos gobiernos centrales a lo largo de décadas, sobre todo en la renuncia al deber de vigilancia en materia tan sensible como la educación, donde el adoctrinamiento desde las mentiras repetidas, invención de la historia, el victimismo y el acoso y señalamientos de los ciudadanos que no se consideraban ‘pata negra’, tratándose de una sociedad ante todo plural, nos ha arrastrado al momento más grave de nuestra casi cuarentona democracia, exceptuando la intentona golpista del 23 de febrero de 1981.

Lo peor de todo es que no podría afirmarse sin riesgo de errar que nadie lo intuyera. Más bien parece que nadie lo quisiera creer. Desde hace años queda entre algunos de nosotros el testimonio del exconcejal José Manuel Rojas (DEP), refiriendo en círculos íntimos los recelos y miedos manifestados a él mismo por el exministro sevillano de Hacienda de la UCD Jaime García Añoveros, quien sostenía que los vascos no le daban miedo en estos asuntos (más allá del terrorismo etarra), aunque sí y mucho los catalanes. El tiempo le ha dado la razón.

De modo que estando en lo que estamos hoy no caben medias tintas. Debe imponerse la legalidad democrática, avalada por todo el conjunto del pueblo español, que sitúa la soberanía en la generalidad de sus ciudadanos, no en una parte. Una posición que nada tiene de franquista o nacionalista española, pues aunque algunos lo ignoren o pretendan ocultarlo, remonta su origen a la Constitución de 1812, La Pepa, de ahí que no sea de recibo que insolidariamente se pretenda excluir de ese derechos a quienes lo ostentan con toda la legitimidad democrática. Mucho menos, ocultándose tras un deseo claro de sacar tajada en el momento más delicado, escasos de recursos tras décadas de mala gestión y gastos superfluos y melifluos (dejémoslo así), responsabilidad principal del gobierno de Cataluña.

No sería ético, aparte de ilegal, egoísta y antidemocrático que una vez más las clases influyentes de aquella zona de España pretendan tirar de la manta de los recursos para sacar la mayor tajada, dejando al frío relente del descubierto al resto de regiones de España. Sabido es que viene ocurriendo históricamente, al menos desde las políticas proteccionistas para blindar su cara industria textil, que tanto daño causaron por el cierre de fronteras a zonas agrícolas exportadoras como Andalucía; o las políticas de localización industrial que de tantos y tantos gobiernos disfrutaron. El proyecto es común y tiene que ser consensuado, pero nada se puede consensuar cuando la posición, más allá ilegal, no contemplada más posición que la propia.

Ha llegado, pues, el momento de la restitución del Estado de Derecho en Cataluña, con la Constitución, la Justicia y la Ley como hoja de ruta, cuya aplicación corresponde a las fuerzas de seguridad del Estado: la Guardia Civil, la Policía Nacional, y en la medida que jueguen a danzar el balansé balansé, a los Mossos d’Esquadra. No resultando ni tolerable ni admisible la agresión a estas fuerzas democráticas, cuyo cometido en tan delicados momentos es velar por el interés general. Quien lo haga, incurriría en uno de los delitos de mayor rango, ya que actúan por mandato judicial. Luego, cuando las aguas remansen, será momento de reintentar el diálogo sincero sin obviar al resto de los españoles y españolas, y sin olvidar que antes fue imposibilitado por la bravata independentista. El Estado de Derecho y la Democracia no pueden plegarse a chantajes de este tipo. Ningún país de los de referencia lo consentiría.

Un comentario sobre “La legalidad democrática debe imponerse en el caso del independentismo

  • Otra frase del genial y REPUBLICANO hasta su muerte en el exilio, Antonio Machado:
    «En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva»

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