Gandul. El nombre de nuestro pasado
Era una mañana plácida y luminosa. El cielo en calma y con suaves corrientes de aire que penetraban por los pasillos naturales de los puertos del escarpe. El viento, la luz y la vida se abrían paso, entre las sombras de la frondosa vegetación, a través de los míticos senderos que constituían el umbral de un espacio sagrado, junto al manantial que nunca paraba de brotar.
En el río denominado La Madre de Gandul, acompañados de su rebaño, volvían de pescar dos amigos que transitaban por una de esas rutas. Dejaron a la derecha El Toruño, o montaña mágica, y se adentraron en el poblado desde donde se divisaba la fértil campiña. Un prospero asentamiento de gentes venidas del sur. Desde las proximidades de la ensenada bética en el litoral atlántico e inmediaciones del antiguo lago abierto al océano, habían establecido allí su morada, en el seno de una comunidad jerarquizada de base agropecuaria y dependiente de los productos derivados. Ocupaban el solar de una antigua y misteriosa cultura de rasgos arcaizantes, proveniente del centro de la península: los clanes tribales de las grandes piedras, el megalitismo.
—Debemos visitar la necrópolis, buen amigo. Tal día como hoy, hace ya tres años de nuestro calendario, una aciaga noche de caza falleció nuestro hermano de sangre. Aquella nefasta jornada, esperando a su presa, no vio donde pisaba y se precipitó al vacío por una loma del alcor.
—Aún recuerdo su buen humor y sus ganas de vivir. Tras la inhumación y el depósito de enseres y figurillas, su tumba ocupó una de las fosas preferentes de la vieja ciudad de las almas.
—No solo eso. Sus parientes, con la ayuda de todos, le procuraron el mejor emplazamiento para el viaje al más allá. ¿Te acuerdas cuando aquel día pudimos entrar por primera vez en el Tholos o Cueva de la Cañada, justo en el momento de su enterramiento?
—Claro que sí. Lo abrieron precisamente para rememorar su alma y las de sus antepasados. Héroes fundacionales y antiguos guerreros fallecidos en la conquista y ocupación del territorio que hoy habitamos.
—Nunca olvidaré el acceso. El atrio se hundía, mientras el túmulo nos sepultaba en vida. Hasta llegar al pasillo principal recubierto de pizarra. Y aquella noche, ¡cómo iluminaba la luz de la luna nuestros pies apostados en la cámara circular! Perdimos de vista el techo abovedado de doble hilada de piedras en torno a la clave, cuando el humo ceremonial de color blanco se ceñía en torno a nuestras cabezas. Una escena de otro milenio.