Bonsor de camping en Matalascañas en 1920
Por José Manuel Navarro Domínguez
Doctor en Historia. Profesor del IES Los Alcores
A los chavales que hace unos días leían la modesta fotocopia pegada en la pared anunciando una excursión de un día a Matalascañas, sólo se les ocurrió comentar que era algo viejo, que estaba ya muy visto… pero no podían imaginarse ni por asomo cuanto. Quizás pudiera parecerles un fenómeno relativamente moderno, propio de un tiempo en el que el coche o el autobús nos acerca a la costa en unas horas. Pero esta costumbre veraniega de desplazarse para refrescarse en las aguas que bañan la torre volcada, va ya para centenaria, cuando menos. Y si no, que se lo pregunten al más mairenero de los arqueólogos ingleses.
Jorge Bonsor no dio una vuelta por las playas de Doñana en el verano de 1920 precisamente buscando el fresco. Intentaba localizar el emplazamiento de la escurridiza ciudad de Tartessos. Dedujo que debía estar por allí siguiendo la descripción de la costa de Huelva y Cádiz realizada por el escritor romano Avieno. En su relato llamado Ora Marítima dejó escrito allá por el s. IV que la ciudad se encontraba en la costa, cerca de Cádiz, en una isla rodeada por varios brazos de rio.
Bonsor realizó un primer reconocimiento de las dunas del Coto de Doñana en julio y, aunque no descubrió la ciudad como pretendía, si realizó un descubrimiento extraordinario, que no dejó de registrar en su cuaderno de notas. Durante su paseo exploratorio descubrió, no sin asombro, el campamento veraniego de Mata de las Cañas, o como ya era denominado entonces, Matalascañas. Meticuloso como él solo, anotó cuidadosamente cuanto vio, dejándonos un testimonio de valor extraordinario sobre los orígenes del camping, una manifestación turística que hoy puede parecernos muy moderna, pero que ya tiene sus añitos.
“En la playa de esta isla sobre la cual se levantó Tartessos, – escribe Bonsor con su peculiar estilo – a poca distancia del lugar que debió ocupar el desaparecido brazo del río, se eleva todos los años, como por encanto, una estación balnearia, única en España, compuesta de un millar de chozas verdes construidas con la vegetación de las marismas contiguas: juncos, retama, arrayanes y lentiscos, cubriendo su armazón de cañas y ramas de pinos.”
Se trataba de una población efímera, limitada a la temporada estival “que no dura más que los meses de julio y agosto”. La colonia veraniega se extendía por la playa formando una línea de chozas paralela a la costa de más de dos kilómetros de largo, es decir, algo más de la mitad de la extensión urbanizada actualmente de Matalascañas. En algunos puntos había otras líneas de chozas más al interior, formando calles paralelas que, de trecho en trecho, estaban cortadas por pasos de acceso a la playa. La zona de las dunas era saludable, ventilada por la brisa marina y contaba con algunos manantiales de agua pura, filtrada por la arena.
Según señala Bonsor, en la acampada veraniega se congregaban entre tres y cinco mil personas “para bañarse y disfrutar de la brisa del Atlántico, bajo el sol semitropical de Andalucía”. Los veraneantes constituían una curiosa colonia de familias con muchos niños que pasaban el tiempo jugando tendidos en la arena, “como los pícaros de Zahara de los Atunes que describe Cervantes”. Bonsor, incansable lector del ilustre escritor y responsable del homenaje que hace ahora justo un siglo se le rindió en Carmona y Mairena con sendas placas, estaba citando la novela ejemplar La ilustre Fregona. Los hombres se entretenían conversando agradablemente sentados a la sombra, delante del casino, bebiendo vino del Condado. La mayoría de los veraneantes procedían de los pueblos del antiguo condado de Niebla y del Aljarafe de Sevilla, al Norte de la llanura de las Marismas del Guadalquivir.
Los campistas transportaban todos sus enseres en carretas, en lo que podríamos considerar el precedente más directo de las actuales caravanas. Cruzaban el llano del Coto por la noche, “en carros tirados por cinco y hasta ocho mulas en reata, llevando consigo toda su impedimenta: camas, colchones, muebles, utensilios de cocina y provisiones”. Una travesía la de las marismas que resultaba peligrosa, pues Bonsor señala que algunos niños morían en el camino.
La concentración de tantas familias atraía a los comerciantes, tenderos y abastecedores. Algunos vendedores montaban tenderetes provisionales para vender pescado, hortalizas, alimentos preparados y ropa y unos matarifes sacrificaban animales en la playa para abastecer de carne a la colonia. Bonsor recoge en su artículo el sacrificio de tres terneras al atardecer en la playa, para preservar fresca la carne por la noche y poder venderla a la mañana siguiente.
Pese al tamaño de la población, Bonsor anota, sorprendido, que no existía autoridad alguna que mantuviese el orden. La colonia constituía una estructura espontánea, sin organización administrativa ni autoridad alguna. “Ni alcalde, ni juez, ni cura” señala Bonsor lacónico, y añade preocupado “sin médico, lo cual es más grave”. El puesto de Carabineros de Torre de la Higuera, encargado de la vigilancia de la costa y evitar el contrabando, era la única autoridad en caso de conflicto entre los veraneantes, lo que, según Bonsor, ocurría escasamente.
Esta colonia contaba incluso con hotel. Durante su estancia en Matalascañas Bonsor se alojó en “una choza, más espaciosa que las demás, situada hacia el centro de la colonia y sobre la cual se veía de lejos ondear la bandera nacional: era el casino y la fonda de la colonia.” En la parte reservada a los turistas había un extenso comedor con mesa redonda bastante bien organizada. Bonsor compartió la habitación de la fonda con un crupier del casino y un joven labrador. La habitación contaba apenas con una cama rústica formada por una estructura de ramas y hojarasca, lo que no le impidió dormir admirablemente bien, confiesa el arqueólogo, aunque lo achacó al cansancio del día.
Bonsor no descubrió ante los demás huéspedes su condición de arqueólogo ni sus intenciones de realizar excavaciones. Por el contrario pasó por un ingeniero “que había ido a estudiar un proyecto de instalación eléctrica en Matalascañas”. Probablemente tomó la idea de su propio padre, el ingeniero James Bonsor, quien estuvo en Andalucía trabajando en la empresa francesa de gas que instaló el alumbrado público en Cádiz y Sevilla.
Durante su estancia, Bonsor siguió metódicamente una rutina de trabajo, como acostumbraba. Todas las mañanas salía del campamento acompañado por un carabinero para explorar la zona, atento a reconocer los indicios que le permitiesen descubrir los restos de la boca del río que marcarían, según el relato de Avieno, la situación de la ciudad de Tartessos. Comenzó explorando la playa, prosiguió con las dunas de arena paralelas a la línea de costa y posteriormente exploró las marismas del interior. Finalmente esta labor exploratoria tuvo fruto. El 18 de agosto de 1920 localizó, entre Torre de la Higuera y Matalascañas, el punto que llamó La Entrevista debido a que era el lugar donde las patrullas de carabineros se encontraban para el cambio diario de sus valijas. Era el único punto de toda la costa donde, en la época de las grandes mareas, el mar penetra en tierra formando varias lagunas. Por ello dedujo que debía ser el sitio donde desembocaba el antiguo brazo del río. Siguiendo el curso probable descubrió que pasaba por cuatro grandes charcas llamadas: Charco del Toro, Santa Olalla o La Pajarera, La Dulce y El Sopetón. Bonsor interpretó que todas estas charcas y zonas bajas señalarían el cauce seco del antiguo río que mencionaba Avieno. En esta zona, situada entre la laguna El Sopetón y la altura de Carrinchal, supuso que estaría Tartessos.
Pero Bonsor no pudo excavar en la zona, pues el duque de Tarifa, propietario del terreno, le negó el permiso y ordenó a sus guardas que le impidiesen la entrada al coto. Bonsor no se amilanó, negoció con el duque y el siguiente verano volvió a Doñana, ahora con permiso, y comenzó las excavaciones. Confirmó el trazado del cauce antiguo del río y descubrió el yacimiento romano del Montón del Trigo. Publicó estos hallazgos científicos en 1921 en el Boletín de la Real Academia de la Historia, e incluyó el relato del curioso descubrimiento de la acampada de Mata de las Cañas, una manifestación turística salvada del olvido por el arqueólogo afincado entre nosotros.