Opinión y juicios de valor. Una breve reflexión

El último libro que he comprado es un ensayo muy interesante titulado Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea. Supe de él por una entrevista que la autora concedió a un programa de radio en el que comentaban que era una obra que había tenido una excelente aceptación y merecido elogios de profesionales de pensamiento muy diferente. Vamos, un éxito editorial.

En el libro se desvelan las numerosas manipulaciones que ha sufrido la Historia de España y que, al menos en lo que conozco, no nos han enseñado en la escuela. Todo ello bien fundamentado y expresado con un ameno lenguaje. Evidentemente, esto se consigue desde un conocimiento profundo de aquello sobre lo que se escribe, amén de despojarse de los prejuicios que se han ido instaurando a lo largo del tiempo y de tener el valor para ir un poco (o un mucho) en contracorriente con lo políticamente correcto que se viene queriendo imponer desde ciertas agrupaciones y medios de comunicación.

Y precisamente por las ganas que tenía de adquirir un ejemplar, me produjo un gran disgusto leer su introducción, concretamente donde la ensayista declara su situación en lo referente a creencias e ideologías. Lógicamente, para leer este libro no me importa en absoluto que, tal y como ella manifiesta, se haya criado en una familia masona y republicana, si tiene dudas ante posicionarse como de derechas o de izquierdas, o incluso que sea atea. Ahora bien, lo que no alcanzo a comprender es que quien admite expresamente no haber recibido “educación religiosa formal” (sic) es capaz de decir que no comparte “con el catolicismo muchos principios morales” o que “las Bienaventuranzas me parecen un programa ético más bien lamentable y poner la otra mejilla es pura y simplemente inmoral… Defenderse es más que un derecho: es un deber” (sic).

Hay que ser sensatos. ¿Cómo alguien que no conoce a Jesucristo se atreve a hacer público un juicio de valor sobre su doctrina?; ¿por qué los católicos recibimos actualmente tantos ataques inmerecidos como éste? Cuidado, no quiero que se me malinterprete. Todos podemos opinar, pero a lo que me refiero es mucho más que una simple opinión.

Por suerte, gracias a mi profesión y a la colaboración con nuestra parroquia, he constatado que juicios como éste, emitidos por personas relevantes y a las que suponemos una buena intención, causan un daño enorme. Y es que, a pesar de lo que se nos quiera vender, ni los comunicadores son necesariamente neutrales, ni la instrucción académica o técnica que tengamos en un ámbito, aunque sea excelente, ha de implicar que  estemos preparados para discernir si la información que nos llega es auténtica o falsa, si se puede confiar en lo que se nos dice o, por el contrario, está vacío de contenido. En definitiva, compruebo que, recibiendo el bombardeo de este tipo de declaraciones sin base, muchos terminamos dando categoría de verdad a aquello que no lo es.

Para evitarlo, además de conocer una Historia sin sesgos, es fundamental el estudio de las diferentes corrientes filosóficas, así como de la religión. Justamente aquello que se ha ido mermando o arrinconando en los programas educativos. Y no es que piense que debamos tener varias licenciaturas; nada más lejos de la realidad. Como ocurre con aquello que es elemental, y el tema que traigo a colación lo es, podemos concluir que no se precisa ser teólogo para darnos cuenta de que la afirmación de nuestra autora no se sostiene.

A ella le habría bastado solamente con leer los Evangelios para empezar a vislumbrar el verdadero mensaje que encierran las Bienaventuranzas, o entender lo que quiere decir poner la otra mejilla. Además sabría que Jesús no solo se defendió, sino que se enfrentó con las autoridades judías (escribas y doctores de la ley), con los fariseos, con los saduceos o con los herodianos. No rehusó enseñar a todos ellos el auténtico sentido de la palabra que Dios había dado a Israel, les espetó que eran unos guías ciegos y manifestó que el mensaje de Dios debía ser anunciado a todas las naciones, es decir, que el plan de Dios no era patrimonio exclusivo de los judíos. Por estos motivos advirtió a sus discípulos y al pueblo para que se cuidasen de semejantes jefes. Por hacer, incluso echó a los cambistas y vendedores que habían transformado el templo de Jerusalén en un mercado.

En consecuencia, creer y manifestar que Jesús no se defendía o que le faltaba valor, es pura y simplemente mentira. Eso sí, nunca usó la espada ni animó a los suyos a que lo hicieran. Las herramientas eran su palabra, sus obras, su modo de vivir. Es más, Cristo era consciente de que provocaba la ira del Sanedrín. De hecho, le valió padecer una tortura atroz y ser condenado a muerte en la cruz, la ejecución más ruin, pues estaba reservada a los peores delincuentes.

Igualmente, con la lectura del Evangelio hubiera visto que Jesús no se enfrentó al poder político que representaba Roma. Su misión no era sustituir un imperio del mundo por otro, sino que vino a anunciar el verdadero Reino, el Reino de Dios que todos estamos llamados a alcanzar gracias al fiel seguimiento sus enseñanzas.

Y si se hubiese formado un poco más con algunas catequesis o, incluso mejor, realizando alguno de los numerosos y variados programas que los seminarios diocesanos ponen a disposición de los que realmente quieren aprender, habría comprendido que la prudencia cristiana no es sinónimo de cobardía, sino de saber dar la respuesta adecuada a cada situación que se presenta. El buen cristiano lucha por imitar al Maestro, como así lo hicieron sus primeros seguidores, como así lo constatamos en el testimonio que nos han dejado innumerables santos, como así lo podemos ver en millones de personas de todo el mundo que actualmente predican con su ejemplo.

Cualquiera que se acerque a Jesucristo con espíritu abierto y sin prejuicios, puede ver que en su palabra y obra brillan la prudencia, la sencillez y la humildad, y que constituyen el mejor plan de vida que el hombre puede asumir. Si verdaderamente todas las personas (creyentes o no) tuviésemos el amor a los demás en el corazón y enseñásemos no hacer al prójimo lo que no se quiera para uno mismo, o tener tanta consideración al otro como la que nosotros nos tenemos, realmente no se habrían provocado los graves problemas que la humanidad ha tenido que padecer y sigue padeciendo. En definitiva, el programa ético que emana de las enseñanzas de Jesús lleva a la auténtica libertad, toda vez que nos aleja de aquello que daña al hombre: envidia, egoísmo, afán de riqueza, mentiras, ambición de poder, concupiscencia, falta de valor, hipocresía, etc.

Solo puedo aportar lo que me ha permitido mi experiencia personal, que no es otra cosa que comprender lo equivocado que estaba en demasiadas cuestiones. Creía que sabía mucho y me atrevía a dogmatizar con mis opiniones, cuando realmente no pasaba de un nivel de principiante. Es por ello que animo a todos a no tener miedo de cambiar de opinión y formarse adecuadamente. Que no nos estanquemos con lo que nos hemos repetido tantas veces; que nos posicionemos únicamente con lo que oímos desde un medio de comunicación, grupo de amigos, partido político o asociación de cualquier índole; que no escuchemos solamente opiniones en un mismo sentido, sino que también busquemos conocer las razones del que defiende lo contrario. Por consiguiente, que no tengamos recelos para hablar sin complejos, pero con conocimiento de causa, con quien no es de nuestra forma de pensar. Solo así el hombre es capaz de detectar de sus errores, progresar hacia la verdad e influir también en el avance de los demás.

Ojalá sea realidad que una mayoría de personas estén dispuestas a proceder de este modo, o al menos me gusta pensar que así es, pues el hombre necesita vivir en paz con sus semejantes. Por cierto, que la lectura del libro de Elvira Roca es muy recomendable.

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