El río secreto bajo nuestros pies
Parecía que no había salido el sol aquella mañana del mes febrero cuando una densa niebla cubría las huertas de Cantarito y La Rana. En el cruce de la calle de Los Mesones con el camino del Cementerio, Manuel y Luis cavaban la tierra en busca de las antiguas bocaminas abiertas, desde hacía un siglo, por los operarios del ingeniero jefe y constructor de los molinos de La Tajea. Pocero de larga trayectoria en la comarca y antiguo minero del Cerro del Hierro, respectivamente, tenían encomendadas la limpieza y la ampliación de las galerías que llevaban el agua a la cuenca del arroyo, a los pies de la huerta Alunao.
–Manuel, no pierdas el rastro de la tierra mojada porque la temporada de lluvias ha hecho subir las aguas. En primer lugar, el suelo colapsa y después, como si de un venero se tratara, no para de rezumar –le recordó Luis.
–No veo nada con esta niebla. Parece que se está concentrando en torno al verdor de las huertas y la arboleda del camino.
–Desde tiempo inmemorial, siempre hemos sabido que dos hileras de bocaminas discurren en paralelo, separadas unos veinte metros entre sí. Una al borde del camino y otra atravesando las huertas.
–¿A mi derecha o a mi izquierda? ¿O debemos movernos de un sitio a otro para abarcar mucho más terreno?
–No sé qué decirte.
–Ven, acércate. Aquí hay algo. Es una piedra. Y tiene forma circular, ¿será un testigo sellando una de las entradas?
–¡Es un acceso de la galería! ¡Es increíble, lo has encontrado, ha sido todo un golpe de suerte!
No imaginaban lo que sucedería después. Hundiendo las yemas de los dedos y las puntas de sus botas en unos mechinales de la pared, fueron descendiendo en medio de un rotundo silencio sepulcral. Un ilusorio cortejo fúnebre en dirección vertical se dirigía al inframundo. El hedor todo lo impregnaba y a la vez indicaba el tiempo que la mina llevaba cerrada. Pero antes de que Luis pusiera pie en tierra, la lamparilla se soltó de la presilla metálica donde iba sujeta al cinturón. Inmediatamente, y sin finalizar aún la bajada, buscó la yesca y el trapo en su faltriquera. Por su parte, Manuel, una vez abajo, con el agua por la cintura y palpando los paramentos de roca, fue desplazándose a tientas. Ambos, caminaron erráticamente durante un buen rato. De repente, el trapo impregnado en aceite ardió y se creó un fulgurante resplandor en las entrañas de la tierra. No daban crédito; ante sus ojos: inscripciones antiguas sobre la piedra alcoriza y restos de lucernas reutilizadas a modo de verdugadas en tramos reforzados con muros de ladrillo. Por doquier, tégulas formaban la cubierta de la galería a dos aguas, en una especie de falsa bóveda. En el centro de la tierra, todo un espectáculo. Pero de un tiempo olvidado.