1858

Por José Manuel Jiménez Jiménez

[Son las nueve y media del sábado diecinueve de noviembre de dos mil veintidós: estando en la esquina de La Tajea, descendemos a través de la calle Estanquillo hasta las aguas de la Fuente Gorda para iniciar la subida del primer tramo de la calle Gandul. En el antiguo Callejón de las cabras nos detenemos]

II

El enigma en torno a una fecha está lejos de resolverse. Es más, no representa la causa de nuestras tribulaciones ni tampoco el objetivo de la visita. Pero mientras observamos con curiosidad el entrevigado del zaguán de la casa de esquina, nos dejamos atrapar por el juego consistente en adivinar qué hay detrás de ese simple gesto. Es un signo o más bien una señal de otro tiempo, como si de la notación de una lengua muerta se tratase. La transmisión oral lleva años intentando decodificar el aparentemente inteligible mensaje donde se puede leer lo siguiente: AÑO 1858.

Imagen tomada por el autor, 2022

El umbral de la casa, tras la modesta portada de su fachada, es la antesala de un recinto en suave pendiente hacia la mirilla. Es una ligera ascensión bajo el grabado antes descrito en torno a un espacio delimitado por gruesos muros y, a su vez, dotado de un aura ingrávida e incorpórea. Nos muestra la hibridación y el mestizaje entre el recuerdo de aquellos emparrados y terrazas delanteras de las primitivas casas rurales y, por otra parte en su vertiente urbana, un guiño a los atrios ceremoniales. El carácter especular del material intangible que constituye la atmósfera del zaguán solo permite intuir y aproximarnos -si acaso- a conjeturas y posibles respuestas.

¿Quién fue la persona que grabó en la madera esta inscripción? ¿Cuáles eran sus motivaciones? A la vista del cabal intento tipográfico en su morfología, ¿se trataría de un caso de escritura popular de hace casi dos siglos plasmada en un manuscrito lígneo por alguien que pretendió permanecer en el anonimato? ¿O se presta hoy día solo a ser interpretado como el lenguaje críptico de su autor a modo de firma en clave y envuelta en un misterio? ¿Es la datación de la morada de su inquilino o de la fábrica de su artesano? ¿Es la reseña cronológica del promotor de la construcción o del emprendedor de la última reforma y posterior ampliación? Fue este un edificio levantado en un momento en que el caserío crecía progresivamente ganando terreno a las huertas y a los postigos tradicionales; cuando el interés por habitar los márgenes de las incipientes vías populosas de entrada y salida del núcleo de población no cesaba de aumentar y las lindes del centro se expandían más allá de las cruces-humilladero de su término.

La tierra, el barro, el agua y la cal se hallaban al alcance de todos y, por lo tanto, se contaba entonces con los mimbres necesarios para proporcionar una sostenida y eficiente autoconstrucción y germinación del primer prototipo urbano en aras de una ciudad moderna para Mayrena. ¿Es esa fecha coincidente con el despertar del establecimiento comercial que allí se implantó? ¿Ese que contaba con acceso independiente desde la calle y estaba conectado longitudinalmente con la sala cubierta a base de simples bóvedas de crucería, donde se almacenaban los artículos que luego se pondrían a la venta? Era un escenario siempre vitalista y bullicioso con el incesante trasiego de arrieros entre el Arenal y la vereda de la Carne, con comerciantes en dirección a la Barrera y, sin olvidar, al primer contingente a cargo de los ingenios protoindustriales formados por las prensas y molinos de aceite a los pies del -aún no encauzado- torrente de la “pequeña Triana”, hoy calle Trianilla.

¿O quizá se corresponde con la época de máximo esplendor del horno panadero instalado en el último cuerpo de la vivienda y comunicado con el corral abierto al Callejón de las cabras? Estuvo justo allí, en el sitio exacto donde de nuevo se anudaban los flujos de personas y la extracción o aprovechamiento de los recursos naturales, en origen; con los intercambios de materias primas y subproductos, en la etapa final de la elaboración artesanal de bienes de primera necesidad. En un palmo de terreno, el agua brotaba y se cruzaba con el excedente del trigo cosechado y transportado desde la Vega. La harina de las piedras correderas de los Molinos de Campo entraba en las últimas horas del atardecer para despedir a las hogazas de pan que salían de madrugada. Y todo ello, a pocas horas de que abrevaran las mulas que llevaban en sus lomos a los molineros de Marchenilla y Gandul, antes de emprender el camino. Las numerosas cántaras viajaban repletas en los serones y los últimos sorbos de aquellas bestias apuraban la albina que recorría impasible el contorno de los vallados de una incipiente urbanidad. Esa misma que desembocaba en un antiguo pilar cuando todavía ni se había esbozado la idea colectiva de una fuente pública.

A pesar de las escasas certezas y perimetrando todos los aspectos contextuales expuestos anteriormente, la inscripción podría considerarse como el último vestigio e indicio material de un rito olvidado. Los signos citados contendrían un significado ancestral desconocido y mudo para el hombre contemporáneo. Una acción ritual y una semántica que se muestran desdibujadas e incompletas sobre un asunto capital: la sacralización del espacio doméstico. Más allá de la literalidad del texto, la mera representación esgrafiada de una serie de incisiones aporta el verdadero sentido etimológico a la acción de escribir en la techumbre y, por extensión, evocando el regreso a los orígenes.

Pero, ¿por qué no se escribió en la madera de la puerta de acceso al zaguán o en la del portal?, ¿y por qué no se rotuló en la cal de sus paramentos interiores o en el barro cocido de sus baldosas hexagonales? ¿Sería para preservarlo y así evitar que se convirtiera en marca perecedera y en un esfuerzo en balde, al igual que sucedió con otros testimonios materiales sobre el dintel del vano de entrada o en el enrejado exterior? ¿O simplemente se hizo así para no mancillar la privacidad y la intimidad contenidas bajo el abrigo cavernoso que protege el fuego encendido del hogar? No lo sabremos, pero todavía permanece allí arriba al resguardo de la volatilidad del polvo removido por el viento; lejos de alcance de miradas furtivas, de la futilidad de las cosas nimias y de los estertores de la vida humana. Venciendo a la levedad, desafiando al tiempo y enviándonos un mensaje incapaz de ser descifrado.

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