El microcosmos de la casa tradicional
Cansada, distraída y con el pensamiento en otro sitio, María observaba vagamente los retratos de sus abuelos, sus padres y el de su hermano mayor fallecido hacía más de veinte años. Se mecía pausadamente en una butaca de enea que tenía el cabecero cubierto de encajes y paños bordados. Y pasaba los minutos esperando que el menor de sus hijos regresase del campo. Sobre el aparador se hallaban las fotografías de su boda y la de su hija. Justo al lado, en una lámina antigua pintada en tonos pastel y enmarcada con madera de pino, se representaba el corazón de Jesús. El portal de su casa era el santuario familiar donde se rendía culto y devoción a la memoria de los antepasados y, a la vez, se erigía en escaparate público y testimonio de un clan familiar. Repleto de todos aquellos bienes y recuerdos gloriosos, que llenaban de orgullo a sus dueños.
–Ya está aquí.
–Hola madre, ¿cómo estás? Posiblemente mañana sea el último día que vaya a labrar la tierra.
–¿Por qué hijo mío? ¿Lo sabe tu padre?
–Sí, se lo dije ayer y está de acuerdo. Pienso dedicarme a otra cosa. La habitación de la calle, desde que murió el tío José, no tiene uso.
Queremos convertirla en una tienda, un establecimiento de venta de aceites, quesos y vinos. Ya lo hemos hablado con el tratante.
–Veo que está decidido.
–No te preocupes madre, todo saldrá bien.
Resignada, María asumió el incierto destino que esperaba a su hijo. El único de la prole que abandonaba la azada y que emprendía un nuevo rumbo. Poner en marcha sus planes necesitaría la remodelación de algunos espacios domésticos. La transformación de la fachada con la apertura de una puerta donde existía una ventana; la reforma del zaguán con la construcción de un banco corrido de piedra y un hueco que diera paso interior a la accesoria; así como el cambio de posición de la escalera del soberao. Mientras tanto su marido retomaría las faenas agrícolas en solitario. Jornadas de sol a sol, sin nadie que arrimara el hombro ni alguien con quien conversar. Ella, conforme al menos con un pequeño detalle: tendría a su hijo cerca más horas al día. Ese consuelo se acabaría convirtiendo en el éxito de la empresa que comenzaba. La ayuda mutua y la colaboración familiar fueron tejiendo lazos de confianza más allá de la sangre. Hoy en día, en varias casas de la calle Gandul pueden visitarse algunos de esos espacios pioneros y claros ejemplos del paso del tiempo.