DESTELLOS DE LA MEMORIA

Por José Manuel Jiménez Jiménez

[Son las seis de la tarde del viernes ocho de marzo de dos mil diecinueve: desde la antigua plaza de Las Flores, subimos el arrabal hasta la carretera de Sevilla a la altura del paseo de la Avenida, giramos a la izquierda y a lo largo de la calle Ramón y Cajal nos vamos acercando a los dominios de uno de los barrios con más solera de Mairena]

I

Al principio no supe entender la hondura de las palabras de Manuela: “Todo está en su sitio”, repetía para sí una y otra vez. Vestida de negro, el pelo blanco y con ciertos atisbos de sana curiosidad; a sus ochenta y largos años se hallaba sentada en un banquito de madera sin respaldo, en la acera y delante de la puerta de su casa. Mientras, observaba fijamente el fondo de la vivienda hasta otear entre sombras la silueta a contraluz de la mesa de camilla de la sala de estar, situada junto a la cocina y más allá del pequeño patio que interrumpía bruscamente el corredor longitudinal con un luminoso haz cenital

Extracto del plano de la Barriada de San Bartolomé. Archivo Municipal, 1968

No vio cuando nos acercamos al girar la esquina de la calle Portugal y recorrer pausadamente los pocos metros que nos separaban de ella. En esa postura permanecía cuando la encontramos. Allí nos esperaba y desde el primer momento tuvimos la clara convicción de que deseaba verdaderamente aquel encuentro. Hacía unas semanas que le hicimos llegar a través de sus familiares más cercanos el interés por una entrevista sobre su vida y los recuerdos que pudiera compartir con nosotros acerca de la formación del conjunto residencial de la Barriada de San Bartolomé.

Dos tazas calientes de café y una jarra de agua apoyadas encima de unos posavasos de ganchillo en colores blanco y amarillo sobre la camilla aguardaban nuestra llegada tras la invitación a entrar con la que la dueña nos recibió. “¿Qué queréis saber? Ya tengo muchos años y he visto muchas cosas, demasiadas diría yo. ¿Qué puede interesaros de las vivencias de una persona como yo?” El tiempo parecía transcurrir lentamente cuando se hizo el silencio tras sus últimas palabras; hasta tal punto que, en aquel lugar de la casa alejado de la calle, solamente se oía el tic tac del reloj de pulsera que portaba Manuela en su muñeca derecha.

Aquel instante fue desvaneciéndose y fue entonces cuando Manuela comenzó su relato: “Tenía unos seis años cuando, junto a mis padres y cogida de la mano de mi hermano mayor, asistí a la entrega de las llaves de esta vivienda. Era modesta y recoleta, pequeña pero muy digna y enjalbegada en un blanco impoluto. Contaba con un amplio corral en el fondo de la parcela y varias estancias en el primer cuerpo de la casa aunque, aquí y ahora, me cuesta horrores poder identificar el ambiente de entonces, sus materiales y acabados, los espacios y las alturas. La casa ha sido transformada en su totalidad ya que se ha adaptado a las vicisitudes y necesidades de cada momento, es decir, como nos ha ido sucediendo a nosotros mismos”.

En una breve pausa que necesitó nos apresuramos a hacerle una pregunta: “Manuela, ¿qué quieres decir con «todo está en su sitio»?” Ella respondió: “Es muy simple, después de tantos avatares la esencia de mi casa permanece. Cuando era adolescente mi padre y mi tío construyeron dos habitaciones y un aseo en el corral porque nos faltaba espacio; y cuando me hice mayor, me casé y me quedé a vivir aquí con mi madre, encargamos construir una escalera, desmontar parte del tejado y edificar otras dos habitaciones para nosotros en la planta alta. Llegaron otros tiempos y la casa fue demolida para dar paso a este edificio, pero ¿no habéis reparado en un importante detalle? Os lo diré, la nueva construcción se levantó siguiendo la misma traza que la anterior. Por eso todo continúa en la misma posición, como si el maestro de obras -en los años setenta- hubiese replanteado mi casa sobre las huellas de la primera, aquella que entregaron a mis padres a finales de los cuarenta”. Y luego Manuela prosiguió.

“De niña fui muy feliz en esta casa y viví con júbilo la llegada de las familias de mis amigos. El correteo de los más pequeños insufló alegría y esperanza a este lugar. Conocí la construcción de este barrio donde antes solo existían pastos y eriales, las calles ocuparon el sitio de las piedras, fue un cambio brutal para esta zona del pueblo y a la vez supuso una revolución en nuestras vidas. Recuerdo la escuela para niñas, una sala situada en una de las esquinas de la calle principal. En ella, un día repasábamos la lección de geografía y el maestro nos alentaba a que todas la recitáramos cantando:

‘La Barriada de San Bartolomé donde crecí
es como un mapa de nuestro país.

El sol sale por el Mediterráneo, donde surca el submarino de Peral
y se pone por las tierras de la vecina Portugal.

Al norte, los ganados pastan en verdes prados con lluvias copiosísimas
y en el sur, el sol se eleva e ilumina la bendita tierra de María Santísima’

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